Fueron
años de desenfreno en España. Mediados de los dos mil, mucha
construcción, dinero por todos lados, y sin buscarlo, encontramos el
Dorado que tanto perseguimos y buscamos en el nuevo mundo.
Qué
fácil era todo. Teníamos políticos basura, economía basura, derechos
sociales basura, industria basura y, sin embargo, teníamos un país de
Champions League, un país élite, un país de bandera, orgulloso, potente.
La vanguardia de la prepotencia.
Nos
convertimos en el foco, en el paradigma del milagro, la materialización
de la magia económica. Se hacían estudios sobre España y nuestro no
parar de crecer. Especula y vive bien, se decía. No hace falta que
trabajes, llama a tu amigo el banco, hipotécate y vive a gusto. Date
caprichos. Esto solo va para arriba. Los políticos pusieron en punto
muerto el tren de la economía. Había que fiarse, mejor no tocar nada
cuando funciona.
Pero
no funcionaba. A nuestras costas y aeropuertos llegaban cazadores de
sueños. Venían exploradores a palpar el suelo. Luego vendrá la familia
entera, decían. Tenían que comprobar El Dorado que habían visto en sus
televisores por ellos mismos.
Que
había trabajo para todos, decían. Que se podía vivir como los europeos,
decían otros. Y lo cierto es que no mentían. No mentían porque estas
afirmaciones eran ciertas en parte. En una parte muy pequeña de personas
que conseguían llegar a Europa, cruzando el estrecho, los peligros, las
mafias. Era cierto y no, porque había otros muchos que no conocerían el
Dorado. No conocerían trabajar bajo un plástico en el sur de España, a
cincuenta grados de calor. No conocerían cómo se intuye que va a venir
la policía, como salir corriendo con veinte bolsos falsos a cuestas. La
mayoría, los que veían por la tele a futbolistas famosos, a los Eto´os y
Drogbas multimillonarios, nunca llegarían. No habría nada de oro para
ellos, no habría dorado ni utopías para los africanos.
Tampoco
para nosotros, los jóvenes españoles que creímos que estudiar una
carrera, gastarte la pasta y el presente, garantizaría un futuro. Que
hicieras prácticas, que te dejaras abusar un poco para meter la cabeza.
El país iba de lujo mientras los del banquillo, los que nunca metíamos
goles al final del partido ni del sueldo, hacíamos malabarismos para
sobrevivir. Hipotecas a cuarenta años, trabajos basura, dos, tres, lo
que hiciera falta. Era cuestión de tiempo que la suerte llegara a
nosotros.
Pero
no llegó. Nos quedamos sin casa, sin papeles, sin futuro. Sin dorado.
Supongo que nos quisimos creer el cuento. En este ocasión, El dorado que
nos prometieron no había que buscarlo en las selvas sudamericanas, no
había leyendas, no había misterio, tan solo había ilusión por seguir en
la rueda sin caer, por no quedar apartado de la televisión de plasma, de
tus amigos con mejores trabajos y mejores coches. Teníamos que cerrar
los ojos y seguir creyendo.
Pero ahora os voy a hablar de mi dorado, de mi mundo perfecto, de mi utopía capitalista que creía intocable, Benidorm.
Benidorm
es una ciudad al lado de Alicante, en la costa española. Podemos decir
que en España se tiene la idea de que quien va a Benidorm de vacaciones o
es un viejo, o es extranjero, o es que no puede pagarse nada mejor. O
las tres cosas. Así somos. Pero antes no éramos así. Yo soy de un pueblo
cerca de Madrid y durante años disfrute junto a mi familia de esta
ciudad con una sensación mezcla de esperanza y felicidad. Un recuerdo
grato de mi infancia y de mi paso a trompicones a la adolescencia. Las
máquinas tragaperras, las primeras miradas con las chicas, apretar la
tripa en la playa para intentar marcar músculos que no existían (ni
existen), el verano y sus calores, el mar, la adolescencia. Ese era mi
Dorado particular, mi recuerdo perfecto e inalterable que se que nadie
tiene la llave para joderlo. O eso creía.
Todo
transcurría perfectamente. Cada septiembre toda la familia iba a
Benidorm a remojarse el culo, y cada vez a un sitio mejor, y cada vez
mejor comida, y cada año algún regalito mejor. “Nos lo podemos
permitir”, pensaban mis padres. Y se lo creían. Y yo también. Pensaba
que esa cuesta abajo constante continuaría para siempre. Instituto,
carrera, foto en marco caro en el salón de mi casa, orgullo para la
familia, envidia para las amigas de mi madre, prácticas y una ligera
explotación en algún trabajo afín a mis cualidades e intereses. Después
de algún tiempo demostraría mi talento desbordante y me podría permitir
enamorarme para toda la vida de alguna chica sencillita, que no me diera
problemas. Nos meteríamos en hipoteca, me haría pasteles para cenar,
veríamos los programas más grises de la tele con una sonrisa en los
labios, tendríamos hijos como quien tiene ropa nueva que lucir por la
calle y, finalmente, iríamos a Benidorm, a intentar reproducir en esas
personas pequeñas y recién hechas, esa excitante felicidad que su padre
experimentó en esa ciudad de luz y sonido, de mar y bloques de pisos
como monstruos.
Así sería. Así debía ser. Así creí yo que iba a ser.
Pero
no fue. Todo se quedó a medias. Tuve carrera, idiomas, máster, conocí a
la chica, pero mi talento no desbordaba, no daba la talla. No iba el
primero, iba en el pelotón, como otros tantos. Veía, al fondo, a amigos
con zancadas de grulla acercarse cada vez más a la meta, ascensos en
trabajos, mientras que yo seguía en el pelotón. Y aquí sigo. Saliendo al
día porque no me queda otra, porque se que mi Dorado ya no existe, que
se rompió en algún lado y que no tengo ni idea de dónde están las
piezas. Pero quedaba Benidorm. Mi querido Benidorm, esa ciudad donde
descubrí que la piel de las chicas alemanas es más fina que la del
melocotón, aunque no tocara nunca ninguna. Esa ciudad en la que pasear
con tus padres podía ser, por última vez en tu vida, sinónimo de ligar.
El lugar donde podía imaginarme estar en alguna película, con tantas
luces, con la música que venía de todos lados, con aquella distancia
fantástica con lo desconocido.
Hace
unas semanas fui a Benidorm por causas familiares. Parece que me
reencontraba con un pasado que me debía algo y con el que tenía que
verme de nuevo. Hacía cerca de diez años que no iba, así que mi último
recuerdo de esta ciudad fue con quince, dieciséis años. La imagen que
tenía de la ciudad no había cambiado tanto, aunque la viera con una
perspectiva de alguien diez años mayor.
Sabía
que las sensaciones que había experimentado en aquellas calles, en
aquellas playas, no las volvería a tener, pero aún así, no sé, guardaba
cierta expectativa.
Benidorm
seguía igual, las calles, los edificios, el cemento, las carreteras,
pero solamente había viejos. Personas viejas por todos lados, difícil
ver a alguien de cuarenta. Qué decir de ver a gente joven. Bueno, yo
creo que vi tres chicas en los cuatro días que estuve allí. Qué
panorama, qué cementerio de elefantes, qué Parque de Atracciones de la
vejez. Había gente de toda Europa, alemanes, franceses, ingleses, rusos,
italianos y Españoles, claro. Mis abuelos entre ellos.
Me
encontré en un aparcamiento enorme de cuerpos que ya no dan más, que
dan la razón a la gravedad. Un lugar con fecha de caducidad, como dijo
mi abuelo: Esto es lo más parecido a un desguace.
Y
no se equivocaba. El desguace de todos nuestros sueños, de la riqueza
europea y española que asombró al mundo. La crisis no es desajuste, no
es desaceleración, no es derroche, o quizá sí, pero sobre todo es
desguace, somos piezas gastadas, sin brillo, de un mundo Dorado que no
supimos de dónde nos llego ni por qué se convirtió, de repente, en
escombro. Nos convertimos en descombro.
Así
andaba yo por mi ciudad refugio, donde el recuerdo siempre sería más
fuerte que el presente, la ciudad que veía gastada y en crisis como el
resto de España, como el resto de Europa.
Pero
una noche, dando un paseo por el centro con mi familia, me encontré,
por fin, detrás de todo el acero, de todo el hormigón, de toda la
riqueza en huesos, de toda la avaricia destronada, de todo el
capitalismo sin horizonte pero con caída, con mi verdadero Dorado, mejor
que la piel de las alemanas, mejor que jugar con la arena de la playa,
mejor que comer pizza un día si y otro también. LOS PUESTOS DE LIBROS Y
CÓMICS USADOS.
Aún
recuerdo el olor, una mezcla entre polvo y años, entre placer y tiempo.
Ahí descubrí la lectura como canal para conocer el mundo. Ahora me
acuerdo, mi Dorado no es Benidorm, mi Dorado es la lectura.