“Uno busca a alguien que le ayude a dar a luz sus pensamientos,
otro, a alguien a quien poder ayudar:
así es como surge una buena conversación.”
Friedrich Nietzsche
Llevamos
ya varios años de ley antitabaco. En este tiempo he pasado por
diferentes actitudes ante el tabaco (y ante esta ley, claro) que solo he
conseguido revelar de manera sincera ante Vicente, mi médico, y que van
desde el “yo no fumo”, a “bueno, algún cigarro que otro”, o a “un par
de cigarros al día”. Hasta ahora. He conseguido sincerarme conmigo mismo
y ya llevo una semana sin fumar, evitando acompañar cualquier cerveza o
café con el magnífico tándem que supone un cigarro (y más con el attrezzo perfecto que supone el terracismo con su calor y tal).
En
realidad, por mucho que el cigarro sea una simbiosis perfecta del café o
la cerveza, hay algo que supera completamente a estos dos atractivos
líquidos estimulantes: la conversación. Y, desde que se prohibió fumar
dentro de los bares y las cafeterías, la charla, y más concretamente, la
charla al fresco, se ha convertido en todo un fenómeno social. Digamos
que el twitter analógico podría ser la unión de todas las puertas de los bares.
El
conversador de interior, frente a su colega al aire libre, se ha
quedado limitado, replegado. Agarrotado por la música, las cuatro
paredes y otras limitaciones. No puede desplegar todas sus dotes
argumentales y fonéticas y se ve obligado a lanzarse al vicio del tabaco
en la puerta. Es inevitable, además, porque los bares se han convertido
en una excusa para salir a su puerta y apenas queda gente dentro. Para
todos aquellos devotos del botellón que hemos sufrido de minis enfriados
con nieve en el pueblo, persecuciones de motos policiales y otras
hazañas inverosímiles, la conversación al aire libre tiene un toque
mítico, único, que nunca podrá ser comparada con la charla de interior.
De hecho, si alguien desconocido dentro de un bar te habla, te dan ganas
de ir al baño o de pegarte al altavoz o salir corriendo, mientras que
si alguien desconocido te habla en la calle, con un cigarro recién
encendido, es imposible esquivar ese anzuelo.
Una
semana renunciando a enrollar el cigarro, pedir filtros a alguien
porque ya no te quedan o se te han perdido o se te han olvidado en casa,
y la siempre socorrida petición de fuego a discreción.
Claro
que renunciaré al cigarro (al menos, unas semanitas más), por todo eso
del cáncer, el ahogarse y tal, pero cómo voy a renunciar a la charla de
puerta de bar. No, de eso aún no se ha dicho que tenga nada malo, salvo,
quizá, pillar algún resfriado en invierno.
(se
dice que le jaleo que se montó en Woodstock en 1969 empezó en una
conversación a la puerta de un bar. Según fuentes nada claras, el señor
Hendrix era el encendedor oficial)