Hay veces que lees cosas que se escribieron hace mucho tiempo pero que se repiten hoy, sin que nadie haya aprendido nada. Hay veces que el pasado duele aunque no sea propio. Era época de crisis y quizá este libro, Las uvas de la ira, fue escrito para evitar futuras crisis, futuros sinsentidos. Ojalá algún día pueda escribir un libro como este. Aquí os dejo un trozo:
CAPÍTULO XXV
La primavera es hermosa en
California. Valles en los que las frutas maduras son fragantes aguas rosas y
blancas de un mar poco profundo. Luego los primeros zarcillos de las uvas,
hinchándose desde las viejas vides nudosas, caen como una cascada y cubren los
troncos. Las verdes colinas llenas son redondeadas y suaves como senos. Y a ras
del suelo las tierras de verduras y hortalizas dan hileras de millas de
longitud con lechugas verde claro y pequeñas coliflores esbeltas, plantas dé
alcachofa verde-grisáceas, que no parecen de esta tierra.
Y entonces las hojas salen en los
árboles y los pétalos caen de los frutales y alfombran la tierra de rosa y
blanco, los centros de las flores se hinchan, crecen y se colorean: cerezas y
manzanas, melocotones y peras, higos cuya flor se
cierra sobre la fruta. Toda
California se acelera con productos de la tierra y la fruta se hace pesada y
las ramas se van inclinando poco a poco bajo el peso de la fruta, de modo que
deben ponerse bajo ellas pequeñas horquillas para
soportar el peso. Detrás de esa
fertilidad hay hombres con comprensión, sabiduría y habilidad, que experimentan
con semillas, desarrollando sin descanso las técnicas para conseguir cosechas
mayores de plantas cuyas raíces resistirán los miles de enemigos de la tierra:
los topos, los insectos, las royas, las plagas.
Estos hombres trabajan con
cuidado y sin pausa para perfeccionar la semilla, las raíces. Y están los
químicos que rocían los árboles contra las plagas, que sulfatan las uvas,
eliminan las enfermedades y la podredumbre, los mohos y otros males.
Médicos de medicina preventiva,
hombres que en los arriates buscan insectos de las frutas, escarabajos
japoneses, hombres que ponen en cuarentena los árboles enfermos y los
desarraigan y los queman, hombres de sabiduría. Los hombres que injertan los
árboles jóvenes, las pequeñas vides, son los más inteligentes porque su trabajo
es el del cirujano, tierno y delicado; y estos hombres deben tener manos y
corazón de cirujano para hender la corteza, colocar el injerto, cerrar las
heridas y resguardarlas del aire. Éstos son grandes hombres.
A lo largo de las hileras se
mueven los campesinos, arrancando las hierbas de primavera y apisonándolas para
que la tierra sea fértil, abriendo la tierra para que el agua quede cerca de la
superficie, haciendo caballones en el suelo para
formar pequeñas lagunas para la
irrigación, destruyendo las hierbas de las raíces que podrían beberse el agua
de los árboles.
Y constantemente la fruta se
hincha y las flores surgen en largos racimos en los viñedos. Y en el año que
avanza el calor crece y las hojas se tornan de color verde oscuro. Las ciruelas
pasas se alargan como verdes huevecillos de pájaros, y las ramas cuelgan
apoyadas en las horquillas bajo el peso. Y las pequeñas y duras peras toman
forma y el pelillo comienza a salir en los melocotones. Las flores de las uvas
dejan caer sus diminutos pétalos y los duros huesecillos se transforman en botones
verdes y los botones cogen peso. Los hombres que trabajan en los campos, los
propietarios de las pequeñas huertas, observan y hacen cálculos. El año viene
cargado de producción. Los hombres están orgullosos porque con sus
conocimientos pueden hacer que sea así. Han transformado el mundo con sus
conocimientos. El trigo corto y delgado se ha hecho grande y productivo. Las
manzanitas ácidas se han vuelto grandes y dulces, y esa vieja uva que crecía
entre los árboles y servía de alimento a los pájaros, su fruto diminuto ha sido
la madre de mil variedades, roja y negra, verde y rosa pálido, morada y
amarilla; y cada variedad con su propio sabor. Los hombres que trabajan en las
granjas experimentales han conseguido nuevos frutos; nectarinas y cuarenta
clases de ciruelas, nueces con cáscara de papel. Y siempre trabajando,
seleccionando, injertando, cambiando, obligándose a sí mimos obligando a la
tierra a producir.
Y primero maduran las cerezas. Un
centavo por media libra. Mierda, no la podemos recoger por ese dinero. Cerezas
negras y cerezas rojas, gordas y dulces y los pájaros se comen la mitad de cada
cereza y las avispas zumban por los
agujeros que hicieron los
pájaros. Y las semillas caen a la tierra y se secan con hilos negros colgando
de ellas.
Las ciruelas pasas moradas se
vuelven suaves y se endulzan. Dios mío, no podemos recogerlas, secarlas y
sulfatarlas. No podemos pagar jornales de ningún tipo. Y las ciruelas moradas
alfombran el suelo. Primero las pieles se arrugan un poco y enjambres de moscas
vienen a darse un festín y el valle se llena de olor de la dulce podredumbre.
La carne se torna oscura y la cosecha se marchita en el suelo.
Y las peras ya están amarillas y
blandas. Cinco dólares la tonelada. Cinco dólares por cuarenta cajas de
veinticinco kilos; árboles podados y pulverizados, huertas cultivadas, coger la
fruta, ponerla en cajas, cargar los camiones, llevar la fruta a las fábricas de
conserva. Cuarenta cajas por cinco dólares. No podemos.
Y la fruta amarilla cae
pesadamente y se revienta en la tierra. Las avispas escarban la dulce carne y
se eleva el olor del fermento y la podredumbre. Luego las uvas..., no podemos
hacer buen vino. La gente no lo puede comprar. Arranca las uvas de las viñas,
uvas buenas, podridas, picadas por las avispas. Prensa los tallos, prensa la
porquería y la podredumbre. Pero hay moho y ácido fórmico en las tinajas. Añádele
sulfuro y ácido tánico. El olor del fermento no es el rico aroma del vino, sino
el olor de lo podrido y los productos químicos. Ah, bueno. De todas formas
tiene alcohol. Se pueden emborrachar. Los pequeños campesinos veían aproximarse
las deudas como una marea.
Pulverizaban los árboles y no
vendían la cosecha, podaban e injertaban y no podían recoger. Y los hombres de
ciencia han trabajado, han considerado y la fruta se está pudriendo en el suelo
y la mezcla podrida de las tinajas de vino está envenenando el aire. Y prueba
el vino..., nada de sabor a uva, sólo sulfato y ácido tánico y alcohol.
Esta pequeña huerta será parte de
una gran propiedad el año próximo, porque las deudas habrán ahogado al
propietario. El viñedo pertenecerá al banco. Sólo los grandes propietarios
pueden sobrevivir porque también son suyas las conserveras. Y cuatro peras,
peladas y partidas por la mitad, cocidas y enlatadas, siguen costando quince
centavos, y las peras en lata no se ponen malas. Pueden durar años.
La podredumbre se extiende por el
Estado y el dulce olor es una desgracia para el campo. Hombres que pueden hacer
injertos en los árboles y hacer la semilla fértil y grande, no saben cómo hacer
para dejar que gente hambrienta
coma los productos. Hombres que
han creado nuevos frutos en el mundo no pueden crear un sistema para que sus
frutos se coman. Y el fracaso se cierne sobre el Estado como una enorme
desgracia.
Los frutos de las raíces de las
vides, de los árboles, deben destruirse para mantener los precios y esto es lo
más triste y lo más amargo de todo. Cargamentos de naranjas arrojados en el
suelo. La gente vino de muy lejos para coger la fruta, pero no podía ser. ¿Cómo
iban a comprar naranjas a veinte centavos la docena si podían salir y
recogerlas? Y hombres con mangueras arrojan chorros de queroseno en las
naranjas y se enfurecen ante semejante crimen y se enfadan con la gente que ha
venido a por la fruta. Un millón de personas hambrientas, que necesitan la
fruta... y el queroseno rociado sobre las montañas doradas. Y el olor a podrido
llena el campo.
Quemar café como combustible en
los barcos. Quemar maíz para calentarse, hace un cálido fuego. Tirar patatas a
los ríos y poner vigilantes a lo largo de las orillas para evitar que la gente
hambrienta las pesque. Matar a los cerdos y enterrarlos y dejar que la
putrefacción se filtre en la tierra. Eso es un crimen que va más allá de la
denuncia. Es una desgracia que el llanto no puede simbolizar. Es un fracaso que
supera todos nuestros éxitos. La tierra fértil, las rectas hileras de árboles,
los robustos troncos y la fruta madura. Y niños agonizando de pelagra deben
morir por no poderse obtener un beneficio de una naranja. Y los forenses tienen
que rellenar los certificados —murió de desnutrición— porque la comida debe
pudrirse, a la fuerza debe pudrirse.
La gente viene con redes para
pescar en el río y los vigilantes se lo impiden, vienen en coches destartalados
para coger las naranjas arrojadas, pero han sido rociadas con queroseno. Y se
quedan inmóviles y ven las patatas pasar flotando, escuchan chillar a los
cerdos cuando los meten en una zanja y los cubren con cal viva, miran las
montañas de naranjas escurrirse hasta rezumar podredumbre; y en los ojos de la
gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente.
En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven
pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia.

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