

Sin embargo, hubo un tiempo en el que mis manos podían hacer una coleta sin apenas dificultad, en la que mis ondulaciones capilares, combinadas con un buen combo de champú-acondicionador, hacían de mi cabeza un mundo de posibilidades a la espera de que una mañana rebelde o un viento curioso me dejaran el pelo con formas curiosas. Y a mí me gustaba, de hecho.
Pero unos cientos de mañanas con pelos en la almohada después, aquí estamos. Y, comparando estas dos etapas, la con y la sin, me quedo con la sin. También es verdad que no me queda más narices, pero, después de 33 años en este mundo de pelos y pieles, me he dado cuenta de que, a aquellos y aquellas que me han hecho más feliz les importa bien poco la longitud de mis pelos de la cabeza y sí la capacidad de reírnos juntos.
Por lo tanto: amigos, amigas, queridos todos, preparaos para un mundo nuevo de coñas sin pelos en la lengua.
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