Islas divergentes

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Riñones machacados debajo del surco del delantal y limaduras sagradas de tiempo en la encimera. Abuelas, madres, tías, hermanas, hijas, todas dentro del chapoteo y repetición de milagros cercanos y repetidos. 

Puñados de judías, lluvia de lentejas con chorizo, sacar a bailar el aceite con aquel tomate a punto de reventar. Especialistas en el juego de las ofertas del supermercado. Encontrar el camino para apagar el fuego del hambre de la casa, combinación de palabras de la tierra para hablar a los hijos. 

Dicen que no existe el machismo, pero su alta cocina es un hombre saliendo en televisión, un hombre campeón del mundo, campeón de olores y vinos y carnes. Campeón, pero fueron su madre y su abuela las que se lo enseñaron todo. Un hombre, siempre un hombre, pero poblado de mujeres, gelatina endeble sin ellas. 

Alta cocina es la paella de mi abuela, impresionismo de sabores y colores, museo y templo donde su arte elástico alimenta a cinco o a quince, donde siempre hay sillas de más, donde ojalá no acaben los domingos del calendario.