Jesús Román Brovia
Así,
entre la lengua y el roce del arroyo encontramos cocodrilos que no sentíamos,
que no mascábamos en las tardes de invierno cuando nos quitábamos los zapatos.
Los cocodrilos llegaron de golpe a nuestras papilas y ya no quisimos ningún
azúcar ni ningún chocolate: los cocodrilos eran paja para nuestra lengua de
rayo.
Poco
a poco se nos cayeron los dientes porque no mordíamos buscando el grito, porque
no buscábamos sangre en el bolsillo. Se nos cambió la piel, se fue volviendo
hierba fresca y los señores silenciosos que nos hacían nudos en el pelo se
fueron llorando a la parte de atrás de los armarios.
Los
gigantes que había entre nosotros fabricaron escaleras para que los pequeños
les dijeran, en el sillón de la oreja, caminos donde poder ir a tomar el sol
sin que ninguna arena se te caiga en la nariz, sin que ningún caracol te llene
de baba los pulgares.
Mientras
que los camiones pasaban rebuznando por nuestras carreteras, nosotros salimos
andando siguiendo las miradas de las puertas generosas, subiéndonos a los lomos
de los reyes gatos que gobiernan la noche a golpe de caricia y supimos que
algún día los tomates explotarían en nuestras bocas llenándonos de dicha la amapola.
Nuestros
cuerpos acaban más allá de nuestras manos y vamos descalzos por el medio de la
calle, esperando a que se suelten, a que se escapen todas las fieras que
andaban calladas por miedo a meter la pata.
Aquí
estoy, estamos, con las zapatillas de correr en la basura y un búho sin garra,
sin calcetines, un búho recién sacado de
la hoguera para que nos enseñe el azul tormenta de la noche.

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