Se atan las algas a un tambor que las
libera y las sacude. Se agita una guitarra y comienza un río. Alguien mete el
pie en la arena y encuentra un latido de cuerdas. No queda huella cuando cruza
la tormenta de lluvia caliente. Quizá dos grados más en el oído, quizá
kilómetros en la memoria. Aquí nadie se pisa los pies, buceando se comparte el
aire y el hueco que deja el silencio. Los animales dormidos despiertan sus
cuerpos y salen de su cueva espectadora.
No te da tiempo a
preparar el oído y pasa ella, un suspiro, en medio del muro de ruidos, como un
recuerdo al que limpias de arena. Ella es la madera aprendiendo a andar, le
pasa la canción por la cuerda, y la afila.
Hay una orilla donde se
celebra el cuerpo, cuando las olas se despiertan. Hay un ritual inexacto de peces y fuegos,
volver la cabeza a la médula y encontrar una guitarra riendo.
Tenemos sed, la sal nos
baña y los huesos se revuelven antes de la ruina. Los troncos hundidos y
tiernos caen lento al fondo del río, les nacen cuerdas como venas o paracaídas.
La música navega pasos y
aliento por los brazos, no hay horizonte para quien ya está abierto. Hay algo
en mis dedos parecido a sus dedos hasta que suenan y me convierto en huella. El
sonido trance que sonríe de puntillas.
Cuando un artesano se
lava las manos, el agua escucha la música de mi amigo Manuel.

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