Hay una velocidad que nos empuja hacia el borde,
hacia el filo hambriento de los toros escondidos. Una velocidad que nos llena
el pelo de hojas reventadas de aire, y hay otra velocidad que ordena los dedos
en los cuerpos y no se mueven, ni siquiera un latido.
Me gusta la velocidad con la que se enamora el asesino, con
la que mi salmón cruza tu cuerpo en diagonal y deja surco, la chute de gravedad
y lengua pimienta de piquillo. Pero también hay una velocidad que acumula la mejor
madera y deja que se pudra, la que pone cepos en todas las esquinas de la casa
y de la cara, la que no puede comer a dos carrillos porque se desajusta de
deseo.
Hay un encuentro en mí de lluvia que arde y de niebla sueca,
en mis codos se mezcla la herida del tigre y el lamido del gato.
Tengo las enredaderas voraces de mujeres y el silencio de la escritura y ya no
sé si me nace un camino o me estoy desalojando de velocistas.
Y cómo saberlo si soy el hambre colmillo y el hambre que
dibuja la línea de la presa, la pelusa horario de mi muerte y el terrorista que
la llena de cuerpos y alegría. Soy la velocidad afilada y la velocidad cargada
de otoños y qué miedo arrancar con el paso cambiado, qué desajuste de autopista
y escondite en lo más volcán de la manga, cómo poder lanzarse de cuerpo o
esperar el golpe y sin embargo no
hay
otra manera
y seguir respirando.

Me ha gustado mucho, Jorge.
ResponderEliminarMuchas gracias Lidia, un abrazo guapa.
ResponderEliminar