Los animales humanos nos escapamos de lo humano y nos volvemos más animales en la playa. Ese es nuestro espacio para volver a la infancia, a lo no racional, al estar y no pensar demasiado. Lo que me gusta de la playa es que no hay nada que hacer. Estás ahí y ya está, no hay tareas. Vas un rato al mar, te sales, te pones al sol, lees ese libro –que durante la semana, lejos de la playa, se te hace bola y sin embargo aquí te parece interesantísimo–, haces tontunas con la arena, recoges conchas, juegas un rato a las palas... y da igual cuál sea tu cargo en el mundo del lunes a viernes. Qué vida tengas, si es atareada, tranquila o lo que sea. Aquí, en la playa, eres un animal humano. No hay agendas, los relojes se funden y no hay tarjetas de crédito ni billetes. Las olas del mar siguen llegando a la orilla pase lo que pase. Tú llegas, te vas, vuelves a los meses, y el decorado de la playa sigue igual. Para mí, que no soy de la playa sino de montaña, llegar a la playa, estar con los pies desnudos, es una manera de terapia.

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