En esto de la poesía, como en todos los
fregaos donde me meto, creo más en el aprendizaje que en la volatilidad extraña
de la suerte, del destino, de la predisposición.
Por eso, me extraña que haya poetas de renombre que nunca hayan comentado a
otros poetas, que no hayan dicho: «joder, leed a este o a esta poeta, mirad lo
que hace, aprended como yo he aprendido», y entiendo que este mutismo puede
suceder por dos razones:
O bien no lees y por eso no te sientes interpelado por otros, por esa empatía
con el dolor, con la alegría, con el amor del otro. O bien, sí que los lees, sí
que sientes esa empatía, pero interpretas que nombrarlos en redes, difundir
su(s) hallazgo(s) puede menoscabar tu posición en la fila del reconocimiento
público.
A mí no me importa compartir este poema o a esta poeta contemporánea o no.
Debo este oficio a aquellos que me dijeron «¿Conoces a Roque Dalton?, ¿a
Angélica Liddel?», y por eso no puedo apropiarme de esos tesoros. Necesitamos
que más personas sean sorprendidas por la poesía. Da igual si es mía o es de
otros. Compartamos lo que nos hace humanos, combatamos el ruido con fraternidad
y empatía con la emoción del otro.
Estamos en al guerra de la atención. En la guerra del selfie y del yoísmo extreme. Pero algunos preferimos e intentemos que se lea, que se preste atención, a aquellos a los que admiramos. Convertir los espejos en ventanas, vamos, incluso con nuestros propios textos. Y en este sentido, al menos para mí, el tema de las citas no es anecdótico o una cuestión de verme respaldado. Para mí, cuando pongo una cita de alguien a quien admiro en un libro mío, lo que busco es que se creen alianzas, que el lector lea mi poema pero que tire de la hebra de ese verso que cito, que pueda disfrutar tanto como yo lo hice (¡o más incluso!).