Islas divergentes

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16 de mayo

 

Arthur Siebelist


16 de mayo
Quince días dijeron y les creímos. Que paráramos la vida quince días y que luego ya, todo bien. Quién podría negarse a tal sacrificio minúsculo. Minúsculo de tiempo y de esfuerzo, ya que tan solo se nos pedía que nos quedáramos en casa. Tan a gusto. Confinados. Pero han pasado dos meses y parece que la situación no termina de aclararse. Y es normal, porque es una situación jodida y que no tiene una salida definitiva, o no la vemos.
El caso es que el confinamiento lo estoy pasando en casa de mis padres. En la habitación de la casa de mis padres, donde viví hasta los 20 años, cuando me fui a estudiar a Chile. Si la situación ya es extraña por sí misma, verme aquí, en la habitación de siempre, rodeado de mis tebeos, novelas y recuerdos a mis 33 años, parece que se me ha concedido una especie de purgatorio donde pesar lo bueno y lo malo de lo que he hecho en este tiempo. Sin embargo, tampoco me apetece ser tan pedante o trascendente y cuando cierro la puerta y me siento al ordenador me llegan fogonazos, nunca un todo.
Hoy, este fogonazo ha sido el de encontrar similitudes entre esta pandemia y e aquellos apagones de luz de mi infancia. Hay algo ahí de salvaje y de picor adolescente, de nerviosismo. Como si la vida estuviera más presente, con algo a punto de estallar. La incertidumbre del caos podríamos llamarlo, ¿no? todo transcurre como siempre, con sus lunes a domingos como siempre de trabajo y quedadas y lo que sea, y de repente el tren descarrila y búscate la vida. Tenemos que volver a armar el mecanismo. Buscar las velas. Buscar mecheros. Que todos estemos bien, los hermanos pequeños, las abuelas (me parecía increíble que en ese estado de preapocalipsis aún funcionaran los teléfonos), intentar entender qué ha pasado, por qué, hasta cuándo y si mañana habrá cole, si tengo que hacer los deberes y sí, si mi historia de amor que nunca ha sucedido por mi capuchón de vergüenza por fin podrá suceder. Y entonces piensas o rezas o sientes: «que vuelva la luz, por favor, que haya cole mañana, que pueda volver a ver a Elena» (yo rezaba al vacío, porque ya entonces no creía en Dios) y ahí venía mi sacrificio, el trueque:
«Si vuelve la luz le digo a Elena que si quiere ser mi novia». Y lo pensaba, te lo juro, como esos pactos pequeños y sagrados cuando íbamos en el coche con la familia «si hay más de veinte postes de la luz de aquí a casa de la tía, este año apruebo todas».
Hoy, en la pandemia del hoy, la del COVID-19, aún no sé qué sacrificio ofrecer al vacío de los pactos pequeños y sagrados, lo que sí que tengo seguro es que necesito volver a verte.