Islas divergentes

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18 / 06 No hair no pain

Afortunadamente, ya tengo otra excusa para hacer el tonto y reírme de mí mismo. Porque el no tener flequillo tiene un pase y puedes jugar con ello, pero al afeitarme la cabeza un mundo de posibilidades se abre delante de mí. Si lo llego a saber me pelo antes, la de bromas y coñas que se ha perdido el mundo. Aún así, hay gente que se acerca a mí y, sin un pelo de vergüenza, me recomienda que me ponga pelo en Turquía, que me ponga un bisoñé o cualquier otra posibilidad estrambótica. Con lo fácil que es el no tener. El desapego de la calvicie, por favor, qué tranquilidad, que tacto y qué no necesidad de acomodar algo para gustar. Es así, no hay pelo, no hay nada que acomodar.

Sin embargo, hubo un tiempo en el que mis manos podían hacer una coleta sin apenas dificultad, en la que mis ondulaciones capilares, combinadas con un buen combo de champú-acondicionador, hacían de mi cabeza un mundo de posibilidades a la espera de que una mañana rebelde o un viento curioso me dejaran el pelo con formas curiosas. Y a mí me gustaba, de hecho.

Pero unos cientos de mañanas con pelos en la almohada después, aquí estamos. Y, comparando estas dos etapas, la con y la sin, me quedo con la sin. También es verdad que no me queda más narices, pero, después de 33 años en este mundo de pelos y pieles, me he dado cuenta de que, a aquellos y aquellas que me han hecho más feliz les importa bien poco la longitud de mis pelos de la cabeza y sí la capacidad de reírnos juntos.

Por lo tanto: amigos, amigas, queridos todos, preparaos para un mundo nuevo de coñas sin pelos en la lengua.




20 de mayo


Los más, los muy, los que gritan

miremos a quien se gana nuestra atención, a quien tiene que aportar algo de valor, no a los más, a los muy, a los que gritan. Como en el colegio, poner la atención en ellos nos va a hacer perder el tiempo, encabronarnos y terminemos en una espiral de odio con aquellos que no aceptan el diálogo y solo imponen el ruido. No merece la pena, ni el tiempo, ni la energía.

Pensemos en las enfermeras y enfermeros que siguen dejándose los cuernos en los hospitales para salvarnos y no salen dando gritos, ni insultando, y eso que se han jugado la vida y nos han salvado a nosotros. Tomemos su ejemplo, bajemos la cabeza y busquemos cómo acabar con el virus, no con nuestros (supuestos) enemigos. 

Pensemos en cómo crecer, es el momento, tenemos tiempo. Pensemos en toda la gente inteligente y valiosa que nos han dejado los relatos de sus vidas en libros. Seamos más humildes, acudamos a ellos para seguir aprendiendo, dejemos de hablar tanto y escuchemos a los demás, a aquellos que no necesitan gritar, a aquellos que se atrevieron a ser sinceros, honestos y valientes en su oficio de decir y ahí están, esperando en la estantería, mientras el ruido de los que gritan nos llega multiplicado por la televisión, las redes sociales e incluso la calle. Hagamos lo que nos nutre y nos hace sentir bien, no lo que nos mete en el barro. No sirve de nada y es bastante estúpido salir a la calle sin las condiciones sanitarias adecuadas para condenar el ruido (o el fascismo) porque nos convertimos en peligro para los demás. 

Basta ya de héroes y heroínas que solo buscan llamar la atención y dejar que crezca su ego. Pongamos nuestro foco, nuestra energía, donde puede dar frutos, no donde solo hay odio y estupidez porque de ahí no va a crecer nada.

16 de mayo

 

Arthur Siebelist


16 de mayo
Quince días dijeron y les creímos. Que paráramos la vida quince días y que luego ya, todo bien. Quién podría negarse a tal sacrificio minúsculo. Minúsculo de tiempo y de esfuerzo, ya que tan solo se nos pedía que nos quedáramos en casa. Tan a gusto. Confinados. Pero han pasado dos meses y parece que la situación no termina de aclararse. Y es normal, porque es una situación jodida y que no tiene una salida definitiva, o no la vemos.
El caso es que el confinamiento lo estoy pasando en casa de mis padres. En la habitación de la casa de mis padres, donde viví hasta los 20 años, cuando me fui a estudiar a Chile. Si la situación ya es extraña por sí misma, verme aquí, en la habitación de siempre, rodeado de mis tebeos, novelas y recuerdos a mis 33 años, parece que se me ha concedido una especie de purgatorio donde pesar lo bueno y lo malo de lo que he hecho en este tiempo. Sin embargo, tampoco me apetece ser tan pedante o trascendente y cuando cierro la puerta y me siento al ordenador me llegan fogonazos, nunca un todo.
Hoy, este fogonazo ha sido el de encontrar similitudes entre esta pandemia y e aquellos apagones de luz de mi infancia. Hay algo ahí de salvaje y de picor adolescente, de nerviosismo. Como si la vida estuviera más presente, con algo a punto de estallar. La incertidumbre del caos podríamos llamarlo, ¿no? todo transcurre como siempre, con sus lunes a domingos como siempre de trabajo y quedadas y lo que sea, y de repente el tren descarrila y búscate la vida. Tenemos que volver a armar el mecanismo. Buscar las velas. Buscar mecheros. Que todos estemos bien, los hermanos pequeños, las abuelas (me parecía increíble que en ese estado de preapocalipsis aún funcionaran los teléfonos), intentar entender qué ha pasado, por qué, hasta cuándo y si mañana habrá cole, si tengo que hacer los deberes y sí, si mi historia de amor que nunca ha sucedido por mi capuchón de vergüenza por fin podrá suceder. Y entonces piensas o rezas o sientes: «que vuelva la luz, por favor, que haya cole mañana, que pueda volver a ver a Elena» (yo rezaba al vacío, porque ya entonces no creía en Dios) y ahí venía mi sacrificio, el trueque:
«Si vuelve la luz le digo a Elena que si quiere ser mi novia». Y lo pensaba, te lo juro, como esos pactos pequeños y sagrados cuando íbamos en el coche con la familia «si hay más de veinte postes de la luz de aquí a casa de la tía, este año apruebo todas».
Hoy, en la pandemia del hoy, la del COVID-19, aún no sé qué sacrificio ofrecer al vacío de los pactos pequeños y sagrados, lo que sí que tengo seguro es que necesito volver a verte.