Islas divergentes

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9/11/2021

 

Antes de que llegara la lluvia de incertidumbre de la #pandemia, antes de que todo perdiera sentido y fuerza, yo vivía en Marqués de Vadillo - Madrid, en una tardoadolescencia, compartiendo piso con tardoadolescentes como yo. Estudiaba oposiciones a tiempo completo y racionaba ahorros como quien se permite comer chocolates tras las comidas. Poco a poco pero saboreando el esfuerzo, la constancia.

Hoy he vuelto a pasar por aquí, a subir en metro, a sentirme urbanita y moderno, a vivir el caos de Madrid. Y más allá de lo que esperaba sentir, una de miedo y expectación por la ciudad-civilización que se deshace, lo que he sentido ha sido tristeza. Enorme. Y no por mí, sino por todos. Por la incapacidad de generar alegría colectiva y pringarnos por ella justo ahora que estamos vivos. Hoy he sido consciente de que estamos unos cuantos meses más cerca de la muerte y que no hemos podido vivir como nos hubiese gustado. Y esto es grave. Y es grave que nos esté pasando a todos. Nadie levanta la vista por la calle, nadie sonríe, todo está vacío, escondido, esperando que vuelva la buena época. Y ojalá que sí, ojalá que disminuya la tristeza, el paro, la multitud de personas que se han quedado sin destino, sin esperanza, sin posibilidad de rellenar los días y las semanas con algo que brille.

Ojalá tú, que estás leyendo esto, encuentres aún motivos para celebrar estar vivo, rodeado de amigos, de familia, de alguien que te mire a los ojos y te diga «me haces feliz», «gracias por este fin de semana» o, simplemente, «buenos días».

Amistad

 

Nos enfrentamos a algo que no conocemos y esa incertidumbre nos alumbra el pecho. Porque el sol nos calienta más ahora que no sabemos cuánto tendremos que estar en casa, sin salir, sin ver a los amigos ni a los amores. Hemos mascado la soledad y la certeza de la enfermedad y no queremos que la vida pase de largo. Me rodeo de gente vital y sana y todos están apurando energías y sonrisas para celebrar el hoy, algo que nunca hicimos tan sinceramente como ahora. No sabemos qué pasará, pero sí sabemos que estar con los amigos (siempre con mascarilla y/o distancia, obvio) nos sube la barra de vida, como en los videojuegos, y esa barra será nuestro refugio cuando lleguen los días malos. Y mejor si no llegan.

Cojan semillas, buenos libros (no mierdas de pensamiento barato de usar y tirar rollo Mr Wonderful, no me sean cafres), beban agua, beban lo que sea, celebren, arrímense a los amigos y a la gente querida y acumulen buenos recuerdos. Es tiempo de celebrar la barricada.

16 de mayo

 

Arthur Siebelist


16 de mayo
Quince días dijeron y les creímos. Que paráramos la vida quince días y que luego ya, todo bien. Quién podría negarse a tal sacrificio minúsculo. Minúsculo de tiempo y de esfuerzo, ya que tan solo se nos pedía que nos quedáramos en casa. Tan a gusto. Confinados. Pero han pasado dos meses y parece que la situación no termina de aclararse. Y es normal, porque es una situación jodida y que no tiene una salida definitiva, o no la vemos.
El caso es que el confinamiento lo estoy pasando en casa de mis padres. En la habitación de la casa de mis padres, donde viví hasta los 20 años, cuando me fui a estudiar a Chile. Si la situación ya es extraña por sí misma, verme aquí, en la habitación de siempre, rodeado de mis tebeos, novelas y recuerdos a mis 33 años, parece que se me ha concedido una especie de purgatorio donde pesar lo bueno y lo malo de lo que he hecho en este tiempo. Sin embargo, tampoco me apetece ser tan pedante o trascendente y cuando cierro la puerta y me siento al ordenador me llegan fogonazos, nunca un todo.
Hoy, este fogonazo ha sido el de encontrar similitudes entre esta pandemia y e aquellos apagones de luz de mi infancia. Hay algo ahí de salvaje y de picor adolescente, de nerviosismo. Como si la vida estuviera más presente, con algo a punto de estallar. La incertidumbre del caos podríamos llamarlo, ¿no? todo transcurre como siempre, con sus lunes a domingos como siempre de trabajo y quedadas y lo que sea, y de repente el tren descarrila y búscate la vida. Tenemos que volver a armar el mecanismo. Buscar las velas. Buscar mecheros. Que todos estemos bien, los hermanos pequeños, las abuelas (me parecía increíble que en ese estado de preapocalipsis aún funcionaran los teléfonos), intentar entender qué ha pasado, por qué, hasta cuándo y si mañana habrá cole, si tengo que hacer los deberes y sí, si mi historia de amor que nunca ha sucedido por mi capuchón de vergüenza por fin podrá suceder. Y entonces piensas o rezas o sientes: «que vuelva la luz, por favor, que haya cole mañana, que pueda volver a ver a Elena» (yo rezaba al vacío, porque ya entonces no creía en Dios) y ahí venía mi sacrificio, el trueque:
«Si vuelve la luz le digo a Elena que si quiere ser mi novia». Y lo pensaba, te lo juro, como esos pactos pequeños y sagrados cuando íbamos en el coche con la familia «si hay más de veinte postes de la luz de aquí a casa de la tía, este año apruebo todas».
Hoy, en la pandemia del hoy, la del COVID-19, aún no sé qué sacrificio ofrecer al vacío de los pactos pequeños y sagrados, lo que sí que tengo seguro es que necesito volver a verte.