Esa batalla la tengo perdida.
Sin embargo, yo busco la tecla que no existe entre dos palabras y, de vez en cuando, aparece. La toco, muevo los dedos en el aire, y escribo.
Leo poemas de aquellos que miraron manteles, que miraron cucharas, que miraron cejas y construyeron imperios delicados y eternos. Leo poemas de aquellas que miraron una rosa e hicieron la revolución (AP como rompehielos), de aquellas que hicieron puentes, que hicieron telares con geranios y vocales desahuciadas.
Por eso, a pesar de la velocidad, de la luz, de la ceguera, intento poner la tilde no en el acento sino en el acantilado entre vocales, en lo pequeño e importante, en las hebras que nos levantan del suelo.
A pesar de su invisibilidad, a pesar de su nimiedad, a pesar de su silencio. A pesar de todo esto, cultivamos la palabra.

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