Existen varias acepciones para la palabra Seronda y la propia autora las incluye al inicio del poemario:
Otoño
Hierba que se siega en el otoño. Cosecha del otoño
Hierba de segundo o tercer corte
Dicho de un fruto: tardío.
No sé tú, pero yo no conocía el término, y de estas acepciones me quedo sin duda con la última: Dicho de un fruto: tardío. Los que hemos tenido la suerte de seguir a Ana Pérez Cañamares a través de manifestaciones, entrevistas, páginas, blogs y charlas, sabemos que Ana no hace las cosas de cualquier manera, le gusta sacar provecho de cualquier ámbito. Y por eso, en este su décimo poemario, hay muchos frutos tardíos. Frutos entregados al lector después de mucha vida y muchas lecturas. Ana sigue la trocha de resistencia iniciada en La senda del cimarrón y no se arrepiente de «haberse echado al monte». Allí, delante de una hoguera alimentada por petirrojos, montañas y familia no humana estudia el mundo y lo disfruta.
Lo primero que llama la atención de Seronda es la excepcional edición que La Garúa ha hecho para acoger estos nuevos poemas de Ana Pérez Cañamares. Una edición cuidada y acorde al contenido del libro, ya que Seronda es un elogio al tiempo lento, a hacer las cosas bien, al «Festina lente».
En el inicio de Seronda, en las secciones HAZ y LIMBO, Ana hace que sus poemas no sean un artefacto o un mecanismo sino algo lógico, sencillo y a la vez infinito como una contraseña que abre el musgo o una perra olfateando las lindes del camino. Pérez Cañamares muestra un poemario humano y animal, y ubica animales en contextos aparentemente humanos:
por fin el alce será el Dios que fue
y en los retablos no tendrá rival
o a personas en situaciones más propias de animales:
no ibas a destetar a tus cachorros
o incluso vegetales:
como jardín borracho de maleza
Y así crea un vínculo y une los límites para que el lector sienta que lo que tiene entre manos no es una obra intelectual de una escritora que se ha esmerado por encontrar las palabras adecuadas para agradar, sino huellas de una vida en sintonía con el entorno, con los libros, con la memoria. Ana Pérez Cañamares no muestra artefactos literarios sino plantas o animales literarios, aprecia más allá de lo evidente porque el tiempo antes que rueda fue caballo.
El lector es invitado a un lugar de resistencia, pero a diferencia de otras épocas en las que Pérez Cañamares participaba en la barricada popular y jarandosa, desde abajo y principalmente urbana, en Seronda muestra una resistencia eco-comunitaria, simple a la vez que poderosa, en la que muchas veces recuerda a los grandes solitarios humanistas como Thoreau o Mary Oliver. Crea puentes, con paciencia, pero con buenos cimientos y tiene claro, igual antes que ahora, que la última palabra aún no está dicha.
En las dos últimas secciones la autora se muestra un poco más, nos deja pasar a una estancia más próxima a su día a día. Nos presenta a su compañía animal, gatos y perros, pero también a sus recuerdos, a su genealogía como un santuario, a sus antiguos amores, y nos cuenta, casi como en una confidencia, su gran temor: la ausencia será el peor de los infiernos.
Con poemas de verso corto en su mayoría, con imágenes precisas, emocionantes y cotidianas, Cañamares va desplegando sus poemas y su mundo para aterrizar en NERVADURA, la última sección, en la que, como un río que se divide en muchos ramales, la autora va subrayando los lugares donde aún es posible la esperanza. Recovecos como la amistad, la escritura, el amor o la fraternidad, para que este mundo cruel, rápido y estúpido no nos arrase y nos contagie.
