Solo un niño manchado de barro y risa. Mi mundo de palabras
escuálidas y olas de carne y voluntad para hacer un niño salvaje y bello. Ser
el canalón por donde la lluvia cae y levanta su curva fértil de aprendiz de
mundo. Abrirme los pechos destinados al ego para levantar toboganes míticos,
dejar que me atropelle con su triciclo a 10 kilómetros por hora.
Dejarme llevar por sus ojos a punto frescos como renacuajos.
Ser el bastón que se parta por la mitad para que él no toque nunca el suelo.
Tener un hijo como quien tiene un sueño. Dejar de ser yo
para que él pueda ser. Hacer lo contrario a multiplicarme, dejando que se escurra
por los huecos de mi tiempo.
Una niña que navegue todos los charcos y que sonría con cada
gota. Sus coletas de salvaje que imiten a Pippi Langstrum o las cataratas de
Iguazú. Un niño, una niña que corran tras la pelota del mundo y que no se
cansen nunca.
Enseñarle a leer. Abrir la puerta de un libro y que puedan
jugar todo lo que quieran, como en los pueblos. Como en los ríos que atraviesan
y se cruzan con las calles. Invertir todas mis arrugas en el ángulo de su risa.
Abrigarle y tener un nido para cuando vuelva cansado. Ser con mi novia un
pedazo de su pasado, la sujeción que le impida caer al suelo al hacer puenting,
el trozo de tierra donde empezar el brote.
Empezar a hablar de nuevo. Volver a mirar desde el ángulo
esencial de un niño. Desnudar mi historia de mi cuerpo y acercarme a su
aprendizaje con el teatro de lo ya vivido. Dar pasos para atrás y acompañar sus
primeros pasos y ser el cauce por donde salga al mar.
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