Arropan los bosques a las montañas en este invierno de
polución. Suben los niveles de cansancio y queremos huir con las ratas del
subsuelo. No estamos hecho para esto. No podemos silenciar el cristal roto de
nuestro pecho, y mudos seguimos cualquier norte.
Hace tiempo que no me veo con ninguna de mis rótulas. Tengo
abandonado mi cuerpo y me sigue por cariño, por no discutir, pero ya no le
escucho. Tenemos intereses distintos. Me decía que el cuerpo es lo importante y
yo le decía que lo virtual es importante, y que internet nos multiplica.
Estamos llegando a la última caja de ceniza. Un gato nos
queda más lejano que cualquier tubo de escape. Ya nadie hace volteretas para
llamar al cuerpo y vivimos a ciegas, metidos en nuestro día a día de
alimentarse, whatsapp y morir. Quiero volver al territorio del barro, al
silencio del mundo en las noches de verano con estrellas.
Vivo en una ciudad que tose asfalto por las tardes, cuando
empieza el frío. Aquí todo el mundo lleva chaqueta y gorro, pero nadie cuida
civilizaciones de libros perdidos. Confiamos en la columna de humo que salía a
lo lejos y pusimos nuestros mejores años en la mochila de la universidad y
otros mecanismos. Qué idiotas en nuestra barca de competición escuálida. Crecemos
en la ciudad del miedo y no queremos mancharnos. Qué ingenuos con nuestros
planes para hibernar rodeados de libros y plantaciones de tomates.
Digamos que hay que volver a las letras porque las pantallas
no paran de tener hambre de nosotros. ¿Quién visitará a los náufragos que se
esconden en estanterías que nadie quiere?
Hoy en día un libro contamina más que cualquier tostadora.
Más que las turbinas que fabrican la niebla, y mucho más que un cementerio de
coches.
Agárrate a un libro y no te hundas. He oído que vienen a
rescatarnos.
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