París, 1956 (by Robert Doisneau).
Hacíamos una hoguera con
aquellas horas de estudio y madrugones y la prendíamos fuego los viernes, en la
cima de la semana, justo donde empezaba la cuesta abajo y sin frenos.
Nos olíamos y nos
buscábamos durante la semana. Ansiosos por descubrir colores nuevos en la
oscuridad fértil de las noches de viernes y sábados. Allí donde jugábamos a
perder y donde íbamos creciendo y ardiendo.
El ritual empezaba en el
supermercado con la búsqueda de dinero colectivo para los vasos, el vino, los
hielos y la cocacola. Brillábamos como luciérnagas siniestras que atraviesan la
noche contaminando las calles tranquilas del pueblo hasta llegar al parque,
escondidos de las ventanas de los vecinos y de sus vidas mansas de corderos.
Entre minis y besos íbamos
desgastando la noche, bañándonos en ella como linternas que van ganando energía
con el movimiento de las mareas. Como chispazos jugábamos a las cartas, nos
hacíamos fotos y fumábamos sin que ningún humo empañara nuestros ojos.
Desde el pueblo llegábamos
a Madrid a meternos en ese recorrido de bares escondidos, desaparecidos durante
la luz, que tan solo nuestros cuerpos conocían. Nunca dejarse llevar fue tan
fácil y el agua tan clara.
¡Éramos la barca de cerveza y kalimotxo con la que descubrir
la temperatura de la noche!
No conocíamos el cansancio
y solo nos dejábamos llevar. La noche era un imán que huía del frío de la
mañana y nosotros demasiado frágiles para soportar la eternidad en nuestras
gargantas.
Creímos inventarlo todo y
tan solo pasamos por ahí, por ese espacio dulce y agrio que se nos queda pegado
a la lengua y que recordamos toda la vida. Amigos como altares de la
complicidad y del mejor momento de nuestras vidas. Atados por siempre a
aquellos momentos en que nos creímos únicos, y lo fuimos, pese al veneno del
tiempo que ya estaba derribando la puerta.

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